Diez mil días en un barrio bien
No sé cuanto tiempo llevo viviendo en este barrio. Mucho más de lo que esperaba. Señoras que bajan a desayunar a diario, señores que fuman puros mientras esperan en la puerta, servicio que hace la compra y pasea el perro. Mi edificio es modesto. Pisos pequeños, dos escaleras -la buena y la otra-, no hay portero y en los bajos habita una tienda. Para los estándares del barrio es poca cosa. A veces, cargado con la compra, intento abrirme paso hasta llegar al portal entre las chicas que miran extasiadas los nuevos modelitos. Ellas no entienden nada. ¿Pero alguien vive aquí? Se asoman con curiosidad en el portal y continúan. Hay que ver cómo son las excentricidades de la gente.
Llegué a esta casa pensando que serían pocos meses. He ido viendo como han desfilado los vecinos mientras yo continúo aquí. Se fue la chica deportista que todas las noches cenaba carne demasiado quemada. Se fueron los compañeras de piso que no se soportaban aunque simulaban ser amigas y confidentes. Se fue la pareja de arriba que pasaba el verano con la puerta abierta creyendo, no sé, que en Madrid hay algo parecido al fresco. Se fue el italiano del último piso pero llegó otro italiano y se instaló también en el último piso. Arriba debe ser costumbre, supongo. Este segundo es más majo que el primero.
En abril de este año escribí esto: “Hay un chico joven en mi edificio. Realmente hay más pero este es distinto. Habla francés y fuma como si no hubiese un mañana. Casi nunca duerme de noche y sale muchas veces de su casa. Sube y baja persianas sin parar y nunca saluda cuando te lo cruzas. Es muy delgado y bastante alto. No sonríe ni tampoco parece que tenga demasiadas ganas. A veces viene una amiga y se queda varios días. Beben, hablan y fuman. Debe tener veintipocos. Nunca escucho que ponga música ni que vea la tele. Presta mucha atención a su ropa y pasa un poco del pelo. El otro día escuché que bajaba la escalera mientras yo subía. Me esperé para dejarle pasar. Iba mirando el móvil y con los cascos puestos. Yo también. Le dije adiós. Me escuchó y siguió. ¿Qué será de su vida? ¿Cómo habrá terminado aquí?”.
“Su madre vino a visitarle hace poco. Son idénticos. Dos gotas de agua. Me los encontré por el barrio yendo de compras. Ella hablaba, él se aferraba a la chaqueta como si fuese su única salvación. No debe ser fácil. Me gustaría decirle que su casa es pequeña pero no pasa nada, que no debería fumar tanto y que un hola siempre es mejor que nada. Que le queda mucho por delante y que todo va más deprisa de lo que se imagina. Las corralas son así. Pequeños pueblos donde todo el mundo mira y nadie dice nada. Madrid es extraño hasta para esto”.
Siempre que me preguntan donde vivo justifico la respuesta. No, pero es un piso pequeño. No, pero es una corrala tranquila. No, pero es que puedo ir andando a todos los sitios. Como si alguien le importase. Como si a mí mismo me importase. Vivir en un barrio bien no deja de ser una experiencia. Gente que no conoce cómo funciona un supermercado. Gente que cree que el mundo está a su servicio. Gente que ni siquiera te ve por la calle. Volverse invisible ante los ojos del dinero. Yo paseo, me pongo las gafas de sol y hago como que nada va conmigo. Sé que no pertenezco a su clase. Ellos también lo saben. ¿Les echaré de menos cuando me vaya? ¿Me echarán de menos ellos? Eso sí lo tengo claro.